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jueves, 26 de febrero de 2009

AVE MARÍA” por mons. Luciano Alimandi - La Cuaresma: espacio de libertad



VATICANO - “AVE MARÍA” por mons. Luciano Alimandi - La Cuaresma: espacio de libertad

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - La Cuaresma no debería ser vista únicamente como un tiempo de preparación a la Pascua de nuestro Señor Jesús, sino como un tiempo y un recorrido de gracia que, aun en medio de la prueba de la tentación y la lucha contra el pecado, sale al encuentro de la gloria del Resucitado como un río que corre hacia su mar. El río no es todavía el mar, pero lo será.

En efecto, el Señor pide seguirlo en todo momento, especialmente cuando la cruz se hace pesada. No se puede acoger Todo sin vaciarse del propio yo: “Si alguno quiere venir en pos de mi niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar la propia vida, la perderá; pero quien pierda la propia vida por causa mía y del evangelio, la salvará” (Mc 8, 34-35).

Derrota y victoria, sufrimiento y alegría, cruz y resurrección, penitencia y fiesta son dos caras de la misma moneda, es decir de la misma Realidad, son paradojas de la única Verdad de Fe: Cristo crucificado y resucitado tienen el poder de transformar nuestra historia, toda la vida, hecha de tantos no y sí, en un único, grande, inmenso Sí a Dios.

Toda la humanidad ha sido redimida por Jesús, pero para que la redención sea eficaz en cada uno de nosotros es necesario un acto de fe, de la persona individual, en Él. Cuando, en la confianza total, uno se confía a Jesús, Él “entra” en nuestra vida y con su gracia la unifica.

Sin el acto renovado de fe en Él, el milagro de una vida transformada Jesús no lo puede realizar. Las fuerzas humanas, la buena voluntad de mejora no basta: es como una línea que busco trazar, pero que continuamente se quiebra; es como un camino, que trato de construir, pero que continuamente se interrumpe y ya no sé como seguir. Sin la conversión a Cristo, en la fe, esta vida, mi vida, está formada, es más deformada, por “pedacitos” de existencia tirados por aquí y por allá, por pasos correctos hacia delante y equivocados hacia atrás. Qué me queda: fragmentos de un proyecto no realizado, ¡porque es tan frágil sin la gracia de Jesús, la Roca!

Sin la fe y el amor hacia Él, la vida se nos escapa inexorablemente, el tiempo se la lleva consigo, como un ovillo que se enreda con sus mil eventos, tantas veces banales, donde es imposible encontrar un hilo conductor, porque no sabemos por donde comenzar.

Si me encuentro con Jesús todo cambia: comienzo de nuevo a partir de Él, comienzo de nuevo a partir de su palabra, el “hilo de oro” que une todo es su Verdad, que no está fragmentada, no está alterada, sino que es simplemente Verdad.

Entonces me hago capaz de escuchar su voz, de ampliar mi horizonte, entonces hay Alguien que es absolutamente diverso y que dice palabras extraordinariamente verdaderas, palabras que a tantos parecen una utopía, pero que a quien cree abren realidades maravillosas: “Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mi, aunque muera, vivirá” (Jn 11, 25).

Cuantas vidas quebradas, desechadas, perdidas, a contacto con la presencia salvadora de Jesús han “resucitado”, se han recompuesto, como los innumerables huesos en la visión de Ezequiel: “Así dice el Señor Dios a estos huesos: He aquí que yo voy a hacer entrar el espíritu en vosotros, y viviréis. Os cubriré de nervios, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu y viviréis; y sabréis que yo soy el Señor” (Ez 37, 5-6).

Con el soplo vivificador del Espíritu estas vidas se han reunido, se han unificado en el Primer Principio de su existencia y han recomenzado a vivir. No solamente el Evangelio nos narra acerca de tantos “esqueletos” que han vuelto a vivir y reverdecer, de tantos enfermos en el alma y en el cuerpo que han encontrado de nuevo la salud gracias a Jesús, una salud mental, moral, psíquica, física, de tantos pecadores, ciegos por dentro que, como los ciegos por fuera, han vuelto a ver gracias a la intervención milagrosa de Cristo, por fe.

No, no sólo el Evangelio nos da un testimonio continuo de que el anuncio cristiano no es una utopía, que el milagro está a portada de mano para quien cree, sino que son los dos mil años de cristianismo que, a lo largo y ancho, de toda latitud y longitud, en toda época histórica, testimonian que quien cree firmemente en el Señor Jesús escribe de nuevo Su Evangelio con la propia vida línea por línea. Los santos son el testimonio más sublime de esto y sus tumbas gritan alto una de las verdades más grandes y bellas: ¡en Dios la vida es eterna!

Si no es Jesús quien entra en nuestra existencia y obra con su gracia, nada se realiza verdaderamente en la vida, porque todo pasa, ya que todo es vanidad sin Él.

Jesús nos acoge y nos toma así como somos, allí donde estamos, con nuestras virtudes y defectos, nuestros errores y nuestras virtudes. Si estamos en el lugar de los impuestos como Leví (Mc 2, 14), si estamos en medio de la calle como el ciego de Jericó Bartimeo (Mc 10, 46), si estamos escondidos entre la muchedumbre como la hemorroísa (Mc 5, 32), a quien cree Él le dona el poder de llegar a ser una nueva creatura, es decir de tener una vida nueva, la del Espíritu.

Esta vida espiritual, como el sol que surge en el horizonte, se destaca por encima de la vida carnal, toda dirigida hacia las cosas de acá abajo, “horizontales”, y por ello circunscrita a un pequeño fragmento de realidad finita. Pero el sol, la vida de gracia de Jesús en nosotros, mientras más crece en el alma más nos eleva de todo el resto, y aprendemos, cada vez más, siguiendo a Jesús que después del dolor viene siempre la alegría, después de las tinieblas viene siempre la luz, después de la tempestad viene siempre la calma. Qué gran error cometemos cuando buscamos la felicidad sólo por un lado de la medalla: en medio a la luz, a la calma, a la alegría… Una felicidad así se “quiebra” apenas llega la otra cara de la realidad, la que el mundo rechaza creyendo que puede anestesiarla para gozar sólo la parte positiva de la vida. ¡No, el Evangelio no nos enseña esto! El Señor ha venido a tomar todo y a rescatar todo para elevarlo a Dios, transformarlo en gracia, en luz sobrenatural, en alegría divina: tanto la luz como las oscuridades, tanto la alegría como el dolor, tanto la calma como la tempestad. Jesús no duerme sólo cuando el mar está calmo, Él duerme también en medio a la tempestad, porque ni la calma ni la tempestad son capaces en sí mismas de elevarnos a Dios: sólo aquello que es unido a Cristo en el amor nos lleva al más allá.

Con la ayuda de la guía más experta, la Virgen Dolorosa, que conoce el camino del dolor que lleva a la gloria, que esta Cuaresma llegue a ser para todos un espacio de liberación abierto y proyectado hacia el Cielo, donde nos espera definitivamente Jesús. (Agencia Fides 25/2/2009; líneas 74, palabras 1211)

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