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domingo, 25 de julio de 2010

El diario de unos peregrinos extraños

Es muy largo este díario, pero tampoco me prodigo mucho en este blog, así que sabreis disculparme:





Pórtico.

Inicias, paciente lector, como comprobarás, la lectura de un extraño diario de peregrino. Bizarro el texto, porque le falta la espontaneidad propia de los diarios que se componen día a día, allí y entonces, todavía frescas las emociones vividas. Y raro el peregrino, que no caminaba por campos, “per agrum”, sino que rodaba por carreteras comarcales a velocidades infernales de 70 Km por hora, impropias de quien busca lo Inmutable. No te reprocharé, pues, que taches al que suscribe de falso e impostado, o que abandones la lectura al encontrar la primera dificultad, que justamente habré merecido la penitencia de escribir para no ser leído.



Domingo, 27 de junio de 2004.

Iniciamos ayer el Camino de Santiago desde la población francesa de St Jean au Pied du Port. Aunque hacemos el camino en coche, la nuestra es una verdadera peregrinación, pues cumple con el principal requisito de estar hecha con cristiana intención y cierta confianza en la Providencia. No comemos en buenos restaurantes, ni en malos, sino donde aparece el hambre y encontramos una fuente y algo de sombra sobre la que extender un hule en el que compartimos el embutido, las latillas y el pan que llevamos. Tampoco dormimos en los hoteles y fondas que abundan en el camino, ni tan siquiera en los albergues para peregrinos, que están reservados para los que hacen el camino a pie, en bicicleta o a caballo. Hemos adaptado nuestras extremidades a la furgoneta y allí dormimos la primera noche en Roncesvalles. Como llevamos tienda de campaña, a lo mejor hoy la plantamos en un camping de Logroño, para poder tomar, así, una ducha.

Normalmente, los peregrinos de pie, hacen una etapa de veinte o treinta kilómetros que les lleva entre cinco y ocho horas, acabada la cual, si encuentran albergue, pueden echar a descansar su cuerpo molido. Nosotros, hacemos etapas de catorce a dieciocho horas en coche y a pie, con tres niños que cada cinco minutos interrumpen el paso para decir: “agua”, “¿qué comemos?” o “estoy cansado”. Los peregrinos buscan la compañía de otros que anden el mismo camino. Los sueles ver en parejas; pero si necesitan soledad se escapan o se descuelgan del compañero, y eso quiere decir que rezan, o que algún juicio rumian contra su acompañante o simplemente que les apreta una necesidad perentoria. Nosotros también vamos juntos a todas partes, pero, aunque somos una familia, a veces, parecemos extraños; nos peleamos entre nosotros, nos enfadamos con los niños o por ellos, y no podemos descolgarnos o escaparnos unos de otros. A ratos pienso que esta peregrinación nuestra es la de cinco enemigos a los que se les hubieran impuesto la penitencia de caminar juntos para alcanzar la reconciliación y que, así, es más verdadera que si fuéramos cantando y riendo como una familia de película musical.

Escribo estas líneas después de una buena caminata de nueve kilometros a pleno sol, mientras mi mujer y los niños descansan tumbados a la sombra del Monasterio de Irache y de la fuente del vino, que es un grifo dispuesto en el muro de las Bodegas Irache que invita al peregrino a echar un trago de sus caldos o los que uno quiera, aunque no conviene abusar, pues la bodega advierte que dicha fuente está conectada a una webcam y que por tanto estamos siendo vistos en toda la red y puede quedar en evidencia lo borrachos que somos. Atrás han quedado paradas en Zubiri, famosa por su pan y porque no encontrarás pan en domingo, en Pamplona, donde los niños corrieron la calle Estafeta delante de toros imaginarios, en Eunate, la Iglesia de extraña planta octogonal y conmovedor silencio, en Puente de la Reina, el primer gran puente del Camino. Mañana, si tengo otro rato, continuaré este diario y consignaré en él si hemos dormido en coche o en tienda de campaña, si nos hemos echado los trastos definitivamente a la cabeza o si los nifos han hecho una trastada digna de mencionarse en este humilde diario del Camino.



Lunes, 28 de junio de 2004.

Pues al final no hubo rato, que escribo la continuación de este diario tres semanas después acabada la peregrinación, ni camping en Logroño, sino furgoneta con sardinillas pernoctando en un feo descampado de Najera, en la Rioja. Los trastos están echados; los unos, pequeños diablillos, a la siesta, los otros, los del matrimonio echados a perder por los silencios acusadores y las miradas tuertas.

Esta mañana hicimos una etapa del Camino a pie de seis kilómetros, que se convirtieron en doce, pues llegados a Azofra, tuvimos que volver sobre nuestros pasos a recoger el coche abandonado en el descampado feo de Najera.

Sin mirar para atrás, los peregrinos siguen las fechas amarillas que les indican el buen camino hacia Santiago, mas a nosotros nos ha tocado un peregrinaje extraño, avanzando y retrocediendo, que se asemeja al del pueblo de Israel, cuando salido de la esclavitud estuvo perdido cuarenta años en el desierto, caminando en círculos, hasta encontrar la Tierra Prometida.

El pequeño de nuestros hijos ha sido un ejemplo para los mayores, pues para sus patitas, más cortas, nuestros kilómetros son leguas. Por cierto, que ayer fue su cumpleaños, aunque que, como estábamos en camino, no hubo tiempo para celebraciones ni regalos y, así, le ocurre que no le entra en su cabecita que haya cumplido cuatro años y hasta que no volvamos a casa y le celebremos cumplidamente el ritual del cumpleaños feliz no se dará por enterado.

Vueltos a Najera, merecía la pena desviarse a San Millán de la Cogolla y visitar sus celebres monasterios de Suso y Yuso, cuna del castellano escrito, pero los lunes cierran a las visitas, así que seguimos camino. Paramos con intención de comer en Sto. Domingo de la Calzada y visitamos el famoso gallinero catedralicio que conmemora el milagro de la gallina que cantó después de asada. Dice la tradición que podía considerarse afortunado el peregrino que lograra prender en su sombrero una pluma caída del gallinero, no fue mi caso, aunque tampoco me llamaré desgraciado, que las palomas de la catedral tuvieron a bien evacuar sobre mí y llevo, así, sobre la cabeza un recuerdo aviar.

Al final tampoco comimos en Sto. Domingo de la Calzada, pues el centro era inaccesible al trafico, y por tanto, a nuestra furgoneta con sus provisiones y proseguimos nuestra marcha sobre la Nacional 120, en dirección a Burgos.

A mitad del camino, entrando ya en la cuenca del Duero, en Villafranca-Montes de Oca, a la derecha de la carretera que cruza el pueblo, vimos una iglesia con una fuente y unos columpios próximos, y paramos por fin a comer. No hemos tenido comida más rápida, pues al poco de destapar el salchichón, nos salió un perro al encuentro mirándonos con cara de hambre. Como somos de ciudad, el “tusa” nos salió falso, y el perro no se fue, sino que se acercaba más cada vez; probé con arrojarle lejos un trozo de queso que fundió en nada entre los dientes. Volvió a por más, y le eche más lejos todavía un trozo de embutido, pero esto le duró menos que el queso. Mi mujer empezaba a inquietarse. Yo mientras seguía echándole de comer y descubrí que el pan y las cerezas no le gustaban. Al poco, llegó otro perro y mi mujer se puso definitivamente nerviosa, así, que recogimos la pitanza y salimos de allí por ruedas, dejando a los canes en amigable coloquio.

Después de todo, nos vino muy bien la comida apresurada, que llegamos temprano a Burgos y, así, nos dio tiempo a buscar camping para pasar la noche y tomar la primera ducha desde el sábado. Descargamos las cosas, montamos la tienda y nos fuimos a visitar la ciudad y su famosa Catedral. Resultó que había que pagar por verla. El precio no era excesivo para una persona, pero con cinco la cosa cambiaba, y decidimos no verla, ni esta ni ningún edificio levantado por la Gracia de Dios en que cobraran entrada. Así quedó, hermosa y pura, y vacía de nuestra plegaria, la Catedral de Burgos. El resto de la tarde lo empleamos en callejear por la ciudad, engalanada para la festividad de San Pedro, y en darles algunas clases de historia a los niños frente a la Iglesia de Santa Águeda, antaño de Santa Gadea, donde el Cid hizo exigió a su señor, el Rey Alfonso VI, el juramento que había de costarle su destierro y su posterior gloria campeadora.

Vueltos al camping por la noche, comprobamos que ni siquiera como campistas dábamos la talla. Nuestros vecinos europeos llevaban lujosas caravanas o si llevaban tienda la suya le sacaban tres cuerpos a nuestra bovedilla tipo igloo. Había una caravana limpísima que parecía el coche-cama de un tren transcontinental, con amplias cristaleras y una luz diáfana saliendo de su interior. Como tonto que soy, me consoló ver que sus ocupantes, un matrimonio mayor de alemanes, estaban peleados entre sí, igual que nosotros, sentados uno frente al otro sin decirse palabra, separados por la mayor distancia que el vehículo daba.

Puse a cargar las baterías del teléfono y de la cámara de video y nos metimos en la tienda; mi mujer en una punta, al cuidado de una puerta y yo en la otra, guardando la cremallera contraria, con los niños en medio.

Me dormí cerca de la una de la madrugada con el firme propósito de enmendarme al día siguiente.




Martes, 29 de junio de 2004.

Madrugué para hacer realidad los buenos propósitos de la noche anterior y a las siete de la mañana ya estábamos arriba, desmontando, secando y plegando la tienda. El desayuno a base de leche y cacao instantáneo con galletas, como siempre, frió y rápido. Y a las ocho, salida hacia el Camino de nuevo. Siguiendo el curso del rió Arlanzón, dejamos Burgos en dirección a Hontanas, desde donde había planificado otra etapa a pie hasta Castrojeriz de ocho kilómetros. Para que no se convirtieran en dieciséis, pensé que lo mejor sería dejar a los verdaderos caminantes, a mi mujer y a los dos mayores en el punto de origen, e irme con el pequeño en coche hasta el destino y hacer desde allí el camino al revés para encontrarnos todos en el medio. No fue mala idea, pues siempre son buenos los reencuentros, aunque sean esperados.

Camino hacia la madre, mi hijo y yo nos cruzábamos con los peregrinos, que nos saludaban y miraban como a bichos raros. Una mujer del pueblo de Castrojeriz que salió a pasear en la misma dirección nuestra nos comió la ventaja que le llevábamos de trescientos metros y nos adelantó. Cuando se cansó de andar dio media vuelta y nos cruzamos con ella de nuevo. Los rulos que llevaba en la cabeza ya se le habían secado.

Estábamos llegando al derruido convento de San Antón, por cuya arcada cruza la carretera, cuando vimos aparecer a la madre y a los hermanos. Nos dio mucha alegría el reencuentro, pero nos duró poco, que lanzadas como iban, madre e hija no menguaban el paso y nos volvieron a sacar ventaja a los zánganos. Las perdimos de vista hasta la entrada a Castrojeriz, donde las encontramos tumbadas a la sombra de un árbol.

Tuve cumplida venganza de esa afrenta femenina al llegar a la primera iglesia de Castrojeriz, la antigua Colegiata de Santa María del Manzano, que custodia la talla en piedra policroma del mismo nombre que cantó Alfonso X en sus Cantigas. Habiendo salido dos horas antes de Hontanas, a la mujer, de por sí incontinente, no se le ocurrió nada mejor que cambiar aguas junto a la colegiata aparentemente desierta. El reír vino luego, cuando ya descansada de retener líquidos, quisimos pasar a venerar la imagen de la Virgen, pues resultó que dentro había montada una exposición dedicada a María en el arte Jacobeo y la chica que vendía las entradas se sonrió al verla pasar, pues ya conocía de antes a mi mujer, de verla agachada a través de los monitores con que vigilaba el exterior y el interior del recinto.

Subimos de nuevo al coche y continuamos nuestra peculiar peregrinación a través del asfalto, ya por tierras palentinas. A las tres de la tarde llegamos a Frómista, que tiene en la Iglesia de San Martín, una de las joyas de la arquitectura románica hispana, pero hacia tanto calor y teníamos tanta hambre que nos conformamos con ver sus torres llenas de vida, anidaban en ellas al menos tres parejas de cigüeñas, desde una cercana alameda con fuente y merendero que hay a la entrada del pueblo.

Aunque no habíamos hecho la digestión, continuamos camino hacia Carrión de los Condes, donde nos dimos un atracón del mejor románico en el pórtico y el friso de la antigua Iglesia de Santiago, cerrada hoy al culto, y en la que se exponía gratuitamente una colección de imágenes de Santiago en tierras palentinas.

Vuelta al coche hacia León, donde llegamos a media tarde. León y su Catedral tocada de la Gracia y gratuita quedará para siempre en la memoria como el inicio de la reconciliación de los peregrinos que éramos. Como mirar mal al otro después de haber sido mirado a través de esas vidrieras con tanto amor. Es sencillamente sobrecogedor, tanto que fui incapaz de filmar con video el interior de ese espacio verdaderamente sagrado.

Nos despedimos de León con la firme promesa de volver al lugar donde se encontró gracia y continuamos viaje. A la salida de la ciudad nos topamos con el Hostal de San Marcos, antigua sede primada de la Orden de Santiago, donde estuvo encarcelado nuestro genial paisano Don Francisco de Quevedo, y tuvimos un recuerdo hacia él y hacia nuestra tierra manchega


Ahora si que estábamos lanzados hacia Santiago. Pero no había acabado el día, aunque eran las siete de la tarde. Aun tuvimos tiempo de llegarnos hasta Hospital de Órbigo y cruzar a pie sin que ningún caballero nos lo impidiera el famoso puente del Paso Honroso, donde Don Suero de Quiñones y nueve de sus valientes quebraron trescientas lanzas antes de peregrinar hacia Compostela. Y tiempo de parar el coche un momento en Astorga y, en sendos vistazos a derecha e izquierda, comparar el Palacio Episcopal diseñado por Gaudí contra la Catedral vecina. Y aun le quedó luz al día para admirar kilómetros más adelante el magníficamente conservado pueblo maragato de Castrillo de los Polvazares, desierto a esas horas de la tarde, como encantado por la maldición de una esfinge.

Fin del trayecto en Rabanal del Camino hacia las 22:30. La idea es madrugar mañana para iniciar desde este punto, con la fresca, la ascensión a la Cruz de Ferro y así poder hacer un segundo tramo a pie por la tarde. Ya veremos como sale nuestro propósito. Hemos aparcado la furgoneta junto a los dos albergues con que cuenta este pueblo, uno público enfrente del otro privado, y hay una algarabía tremenda de jóvenes peregrinos que entran y salen de los mismos. Hemos cenado a la luz de una farola, la misma que velará nuestro sueño dentro de nuestro dormitorio móvil.



Miércoles 30 de junio de 2004.

A las seis de la mañana comienza la actividad de los peregrinos. Como dormimos al lado, nos despertamos con ellos. El albergue privado es el que muestra mayor actividad y el que antes abre su comedor. Pasó a tomar un café. La amable hospitalera, que se llama Pilar, me dice que nos ha visto dormir en la furgoneta y me pregunta dónde y cuando hemos empezado el Camino. Dadas las señas y establecido el clima de confianza me atrevo a pedirle que me deje cargar la batería de la cámara mientras me tomo el café. No tiene ningún problema y degusto el café más largo y distendido de todo el Camino. Baja a desayunar una peregrina veterana, de las que repiten cada año, y se pone a comentar con la hospitalera las incidencias del Año Jacobeo. Así me entero de cómo esta construyó el albergue con los ahorros que hacia trabajando en Madrid, de que el Camino no lleva tanta gente como se preveía este año, de que estaba perdiendo su esencia religiosa para devenir turístico; supongo que nosotros somos de los que favorecemos esa degradación y que muchos nos miraran como simples turistas cámara en mano. A la salida del albergue, me llama la atención un cartel advirtiendo del peligro de dejarse hacer masajes por manos no profesionales. En el albergue municipal un cartel ofrece masajes a quien lo necesite. Veo que la libre competencia ha llegado también al ministerio de la hospitalidad.

Como el día anterior, la idea es subirnos los zánganos al puerto, dejar aparcado el coche y bajar contra camino hasta encontrarnos con nuestras andarinas mujeres. Mi hijo mayor ha preferido venirse con nosotros pues le duele un poco la barriga. Nos encontramos en el pueblo de Foncebadón después de una hora de marcha, nosotros bajando y ellas subiendo. Cambiadas las primeras impresiones iniciamos desde ese pueblo casi abandonado la ascensión juntos. Poco había de durar la unión, que vuelven ellas a adelantarse y dejarnos a cola. Los niños se van entreteniendo con los palos y las piedras que van encontrando. Las vacas que pastan a los márgenes del sendero, ni siquiera levantan la cabeza para mirarnos. Llegamos a la solitaria y ancestral Cruz de Ferro, erigida en un collado sobre una montaña de piedras depositadas por los peregrinos durante siglos. Dice la tradición que el peregrino carga su piedra al iniciar su camino, que representa el lastre de pecado que lleva, y que la debe soltar aquí. Mi mujer que ha llegado hace mucho rato viene en mi busca pues quiere aprovechar que hay unos franceses dispuestos a hacernos una foto. Me enfado con ella, pues yo llego pensando en la piedra que he de tirar al montículo y con la dichosa foto familiar me ha estropeado el momento. Al final, después de retratarnos, por supuesto, logré tirar la piedra y hacer una oración que me hizo sentir más ligero y poder reconciliarme con mi esposa.

Bajamos en coche hasta Ponferrada, que tenia un recuerdo especial para nosotros, pues fue allí desde donde empezamos el camino, íntegramente a pie, en al año 93, a los días de casarnos. Aquel viaje de novios también fue memorable por sus encuentros y desencuentros amorosos, por los distintos ritmos de marcha que llevábamos cada uno y por la castidad, forzosa en los albergues, de nuestra luna de miel. Dimos una vuelta por el centro para que los niños vieran el castillo templario y la Virgen de la Encina nos invitó a visitarla en su basílica, con un elocuente cartel que rezaba: “Nadie pase por aquí sin saludar a María y decirle con amor, no me dejes Madre mía”.

Luego nos perdimos un poco con el coche buscando el pueblo de Camponaraya, próximo a Ponferrada, desde donde tenia previsto hacer la segunda etapa a pie del día. Antes comimos en un merendero que había en un pinar a la salida del pueblo. Ningún niño quiso acompañar a su madre los cinco kilómetros que nos separaban de Cacabelos. El mayor tenia dolor de barriga y apenas comió. La mediana estaba cansada por la ascensión matutina, y el pequeño siempre iba conmigo en el coche. Dejamos a la madre en un camino polvoriento y nos fuimos con el coche a Cacabelos, pueblo de nombre profético para mi hijo mayor, como después relataré.

Aparcamos frente al ayuntamiento, en la plaza mayor, y me puse a la tarea de buscar las fechas amarillas para hacer el camino inverso. Pero algún desgraciado se había entretenido en pintar fechas blancas contradictorias por todo el pueblo y nos perdimos. Les preguntamos a unas vecinas si íbamos en la dirección correcta. A estas les hizo mucha gracia ver a unos niños tan pequeños con su concha colgada al cuello y nos dijeron que creían que sí, por lo que continuamos durante un buen rato en aquella dirección, hasta que se acabaron las casas del pueblo y nos vimos en una carretera. En esto que al mayor empezó a dolerle mucho la barriga y no pudiendo aguantar hizo la primera caca de la tarde junto a un árbol, con tan mala suerte que resultó que la urgencia le hizo agacharse sin darse cuenta debajo de una ortiga. Al ir a limpiarle con los dos últimos pañuelos de papel que me quedaba yo también probé el escozor irritante. Como las flechas amarillas no aparecían por ningún sitio decidí desandar lo caminado hasta el centro del pueblo y buscar de nuevo el buen camino. Llegando a la Plaza Mayor, tuvimos la suerte de que un panadero se nos hiciera el encontradizo y nos indicara por donde tirar, hasta nos dio un plano de la ciudad y les regaló una pasta a los niños; agradecidos como estábamos le compramos una bolsa de rosquillas de sartén. Ya en calle por donde se suponía que había de pasar mi mujer, a mi hijo le volvieron a apretar las ganas de evacuar el vientre, y como no tenia papel para limpiarle, nos metimos en un bar donde el niño satisfizo su necesidad sin que yo perdiera de vista el camino. Ya me había tomado el café y los niños su refresco; la madre no pasaba y los “nifos” empezaban a fijarse demasiado en las bolsas de patatas fritas. Salimos del bar y comenzamos a andar calle arriba. Nos cruzamos con varios peregrinos que nos confirmaron que estábamos bien encaminados. Estábamos llegando a la salida del pueblo, cuando, sin previo aviso, el mayor se hizo la tercera caca de la tarde, pero encima, y después una cuarta. Y allí nos quedamos parados casi una hora, sin poder avanzar ni retroceder, a causa del espatarramiento que sufría mi hijo, con la idea de que cuando pasara la madre, dejarla allí con los niños e ir a buscar el coche para recoger al cagado. El tiempo que llevábamos esperando era excesivo. Así que, con espatarrado y todo, decidí de nuevo desandar el camino y volver a la Plaza Mayor, pues fuera que mi mujer hubiera pasado y retrocediera en nuestra busca, fuera que tuviera todavía que pasar, nos la cruzaríamos forzosamente en aquel punto céntrico. Con los andares de ir pisando huevos, ahora sí que parecía mi hijo un autentico peregrino al final de una dura etapa. Nos metimos en un soportal a esperarla y para quitarle tensión a nuestra orfandad nos pusimos a comentar y a reírnos de la situación de la caca en Cacabelos. Mientras, mi mujer, que evidentemente había cruzado por allí hacia horas, esperaba nuestro paso más adelante, en el puente sobre el río Cúa. Más preocupada todavía que nosotros, pues ella estaba sola y había perdido marido y tres hijos, fue al albergue a preguntar si nos habían visto; le preguntó a unas vecinas que tomaban el fresco, las cuales hasta le dejaron llamar desde su casa por teléfono a mi móvil que, para no variar, estaba sin batería. Esta vez la telepatía matrimonial que tienen a veces la parejas no funcionó. Y el final de la historia hubiera sido que alguno, ella o nosotros, hubiéramos dado parte a la Guardia Civil y sido encontrados por la Benemérita, de no ocurrírsele volver sobre sus pasos y hallarnos, al fin, en los soportales de la Plaza Mayor. Dicen que nada sucede por casualidad y desde luego el perderse y encontrarse en el Camino es de las mejores cosas que le puede a uno pasar.


Me tocó limpiar al cagado con un paquete de toallitas, como en los viejos tiempos. Compramos en la farmacia un antidiarreico y continuamos nuestro camino en coche hacia Villafranca del Bierzo. Allí, paramos a comernos las rosquillas del panadero en un parque solitario. Al poco llegó una señora con un niño pequeño, que pensamos sería su nieto. El niño empezó a jugar con los nuestros y la señora entabló conversación con nosotros a propósito de lo abandonado que estaba aquel parque, del niño, que resultó ser un vecino al que cuidaba, hijo de unos exilados cubanos empleados en una bodega cuyo dueño les pagaba mal y tarde, y continuó hablando de sí misma, de su vida pasada en Madrid, ciudad imposible para vivir, pero que le encantaba por que estaba llena de vida, de lo mucho que le gustaba su antiguo barrio madrileño de la Plaza de las Salesas, y derivó hacia la política regional y local, hacia lo mal que lo había hecho el anterior alcalde y las esperanzas que tenia puestas en el nuevo, que me dio que sería de un partido conservador.

Como la señora tenia no un ramal de cuerda, sino una bobina, empecé a preparar la huida diciéndole que queríamos ver la Iglesia románica de Santiago, que tiene el privilegio de tener una Puerta del Perdón, como la de Compostela, en la que los peregrinos enfermos, impedidos de continuar el Camino, pueden ganar los mismos beneficios que en Santiago. Pero ella, aprovechó entonces para meterse con Jimmy Giménez Arnau, que había tenido la cara dura de hacerse abrir la mencionada puerta para entrar él y su comitiva de famosos gorrones, y que a eso no había derecho, que no eran enfermos, que ella había hablado con el párroco, el cual dijo no haberse enterado, etc... etc.. Intenté cortar la madeja de su monologo, exculpando a los famosillos, a los cuales consideré más necesitados de perdón que a nosotros y la verdad es que esa salida le chocó, y se quedó un momento parada. Aprovechamos entonces para despedirnos de la señora y del niño, con la excusa cierta de querer asistir también a la misa del Peregrino que se celebraba a las siete de la tarde en la Colegiata de Santa María, otra de las catorce iglesias con que cuenta esta población de 3.800 habitantes censados.

Como era de esperar, la puerta del Perdón estaba cerrada para nosotros, lo cual nos alegró, pues significaba que gozábamos de buena salud. Visitamos brevemente el templo y, como estaba próximo, nos acercamos también hasta el archí conocido albergue de peregrinos del Jato, el más célebre de los hospitaleros jacobeos. Once años atrás, cuando iniciamos el Camino de Miel desde Ponferrada, dormimos la primera noche en su albergue, que entonces era algo así como un invernadero de plástico con colchones en el suelo. Todavía recuerdo su ducha denominada solar, cuyo deposito de agua se calentaba expuesto a los rayos del sol y los perros deambulando entre las camas por la noche. Ahora el albergue era una construcción inacabada de piedra y estaba lleno de franceses enganchados al móvil y de coches de apoyo. El Jato en persona salió a recibirnos y nos explicó que algún malvado le quemó años atrás el invernadero y como resurgió de sus cenizas el albergue. Nos enseñó las nuevas dependencias, la habitación para los que roncan, el cibercafé. A pesar de que le dijimos que estábamos de paso y haríamos noche en nuestro vehículo, estuvo muy simpático, por lo que se ganó un merecido donativo nuestro para su causa. Evidentemente el Jato tiene jeta y don gentes y eso explica su fama mundial.

Eran casi las siete y nos fuimos a cumplir con la misa excusadora. Estábamos a punto de entrar en la Colegiata, cuando dos chicas que estaban sentadas fuera del templo, nos asaltaron para decirnos que iba a celebrarse una misa y que en esa hora no se permitían las visitas turísticas. Se extrañaron, cuando les dije que íbamos precisamente a la eucaristía. Pero más me extrañó a mí no ver dentro a ningún peregrino de a pie, ciclista o ecuestre, siendo como era la Misa del Peregrino, donde se les impartía una especial bendición.

Se aproximaba la noche y aun no habíamos cenado ni llegado a nuestro destino, Ruitelán, desde donde queríamos iniciar al día siguiente el ascenso al mito jacobeo del Cebreiro. Llegamos pasadas las 9 de la noche. Era un pueblo de casas viejas y calles estrechas, así que nos pareció más íntimo y apropiado aparcamiento-dormitorio un merendero que tenían junto al río a la entrada del pueblo. Una mujer mayor, que resultó ser la alcaldesa, se acercó para preguntarnos si pensábamos pernoctar allí. Como le dijimos que no sabíamos, que de momento pensábamos cenar y luego ya veríamos si dormíamos dentro de la furgoneta, nos dijo que no había problema siempre y cuando no ensuciáramos el lugar. Conseguidos los permisos municipales, extendimos nuestro ya gastado hule, sobre una mesa de piedra, y encima los acostumbrados alimentos fríos de nuestro peregrinaje. En esto que mi hija de siete años, se puso a gritar histéricamente. El motivo era una vaca lechera que volvía de los pastos y cruzo delante de nosotros. La seguían otras cuatro compañeras y mi mujer se contagió del miedo infantil, recogió a los hijos y se encerró con ellos en el coche, mientras yo me quedé tranquilamente sentado, viendo pasar la fabrica de la leche que me estaba tomando en ese momento con galletas. Las vacas marcharon a su establo en el pueblo, pero nos dejaron en el lugar dos boñigas para recordarnos las ordenanzas municipales, que éramos personas y no vacas y debíamos dejar limpia la zona; así, que acabamos la cena, limpiamos la mesa de piedra con hojas de un castaño remojadas en agua, y nos dormimos en la seguridad contra bóvidos de nuestro vehículo, encajonados entre montañas viejísimas, mientras en las cimas, recortando con sus luces el cielo nocturno, por la autopista que lleva a Santiago, largos camiones transitaban por un viaducto de gigantescos pilares.





Jueves, 1 de julio de 2004.

Es famosa la subida al Cebreiro, por su dureza y porque se entra por fin en Galicia, y la recordábamos de once años atrás por que concluimos allí una etapa a pie de 35 Km desde Villafranca, en la que quedamos destrozados por lo empinado de sus cuestas y por el peso de nuestras mochilas. Esta vez la subida sería más dulce y, por tanto, menos memorable. Mi mujer y mi hija ascenderían, sin mochilas, 10 Km desde Ruitelán, mientras yo y mis hijos varones, el mayor todavía no estaba recuperado de su diarrea en Cacabelos, alcanzaríamos el Cebreiro por la carretera general, dejaríamos allí el coche y descenderíamos contra-camino hasta encontrar al resto de la familia.

Nos despertamos a las siete de la mañana y en media hora estábamos preparados para iniciar la jornada. Mi mujer se fue detrás de unos peregrinos, padre e hijo cargados con grandes mochilas. Evidentemente, aquella mañana yo y los niños fuimos los primeros peregrinos en llegar al Cebreiro, todavía adormecido bajo una densa niebla. Hacia mucho frío y pasamos a un bar recién abierto a tomarnos algo caliente, yo un café y los niños una infusión. Al poco llegó un ciclista estadounidense, que nos cruzamos dos días atrás en el camino y que se maravilló de lo duros que eran mis hijos. Naturalmente, le confesé que no era para tanto pues habíamos llegado en coche. Empezaba a despejar la neblina y decidimos ponernos en marcha. En ese momento llegó un taxi del que bajaron un joven muy desenvuelto acompañado por una moza que lo miraba sin mucha pasión. El chico, que quizás pensara que nadie lo entendería por aquellos pagos, comenzó a decirle en su idioma a la novia que “ahora bajarían las mochilas y se harían la foto y que después irían a sellar la credencial que los acreditaba como peregrinos”. Sin entrar en juicios morales contra ellos, pensé que aun había peregrinos más extraños que nosotros y que no había mejor mochila que una buena visa.


Descendiendo disfrutamos del espectáculo que era ver el juego de sombras proyectado por la neblina, al disiparse, sobre las laderas verdes de las montañas circundantes. El único inconveniente fue la aparición a pocos metros del camino de tres perros sin collar que pensamos que serían cimarrones. Los perros nos miraron un momento y siguieron monte abajo. Eran perros pastores. Al llegar a su altura los vimos en un valle guardando unas pocas vacas. Cruzamos de nuevo la frontera, señalada por un mojón de la Diputación de Lugo, sobre el que alguien pintado “Galicia Libre”, hacia el Bierzo y llegamos al pueblo de La Laguna de Castilla, el último de la provincia de León. Y allí encontramos a nuestras mozas. Nos contaron que habían rozado los cuernos de las vacas lecheras en algunos tramos y que en el pueblo de La Faba, pasaron algo de miedo de lo umbrío, estrecho y empinado que se les hizo el camino, pero que por suerte encontraron unas andaluzas con las que hicieron parte de la caminata. El padre y el hijo tras los que se fueron en Ruitelán llegaron un poco después, reventados los pies por el peso de las mochilas. Nuevamente, madre e hija se nos volvieron a adelantar, pues los niños estaban más interesados en las piedras y en los pájaros que volaban por el cielo que en la marcha. Yo me relajé y filmé unas buenas tomas de mi hijo ahuyentando con el bordón un pájaro de nombre desconocido y de las ristras de peregrinos que nos habían sobrepasado zigzagueando por las empinadas cuestas.

Al llegar al Cebreiro, la niebla había desaparecido totalmente y lucia el sol. Lo primero que hicimos fue pasar a la Iglesia de Santa María, donde se conserva el Santo Grial, representado en el escudo de Galicia. Y es que cuenta la tradición que un frío día de invierno de año mil trescientos y pico, celebraba solitario en esa iglesia la eucaristía un sacerdote descreído. Y que en mitad de la misa, apareció un único feligrés, al cual reprochó el sacerdote que hubiera subido con tan mal tiempo para ver pan y vino común. Pero que Dios tuvo tanta misericordia con aquel mal pastor que en el momento de la consagración, la oblea se convirtió en carne humana de Cristo y la verdadera sangre del Redentor rebosó del cáliz y manchó los corporales. Lo que se venera pues en el Cebreiro es la patena y el cáliz que contuvieron la verdadera carne y sangre de Cristo y el relicario que guarda los restos de aquel banquete eucarístico. Un milagro que para los que hemos recibido la fe nada tiene de extraordinario, pues lo vemos realizado en todas las eucaristías. Mi mujer y los niños se arrodillaron en cuatro reclinatorios que había ante el Santísimo, y fue gracioso de ver a los mayores tan tiesos y al pequeño que, como no llegaba al frontal de su reclinatorio, apoyó los codos a la altura de las rodillas, juntó las manos en actitud orante y saludó al Señor con el culo en pompa.


Luego nos dimos una vuelta por la aldea y nos sorprendió lo mucho que había cambiado en once años desde nuestra ultima visita. En el Jacobeo 93 hasta allí solo llegaban pastores y peregrinos cansados y existía una única alberguería del siglo XII fundada por unos monjes franceses. Ahora estaba todo lleno de tiendas, hostales y restaurantes, y naturalmente de turistas-peregrinos, como nosotros, que acudían desde la próxima autopista a ver la Galicia primitiva de las brumas, de las vacas y de las pallozas elípticas de origen celta..

Cogimos el coche y en un periquete llegamos a la ultima cumbre de renombre, al alto de Poio, que tanto nos costó subir años atrás cuando hicimos el Camino a pie. Desde allí, ya todo era descenso hasta el valle del río Oribio, un valle angosto como el engaste de una joya, la abadía de Samos, fundada en tiempo de los suevos, y que bien pudiera compararse a un diamante pulido por los siglos y por las llamas sufridas. Como llegamos a la hora de comer, no pudimos visitar el interior, pero un paseo de los sentidos alrededor de esa mole granítica encajonada entre montañas, por el borde de sus cuidados huertos benedictinos, recorriendo pausadamente el paseo fluvial que lo flanquea ya vale una parada larga.

Estabamos tan a gusto que comimos allí mismo, en una pradera aneja, junto a una ermita prerrománica dependiente del monasterio. Fue esta una de las comidas más pausadas que tuvimos en toda la peregrinación. Satisfechos nos esparcimos en la hierba verde y alta, mientras los niños jugaban a luchas de villanos con sus bordones. En esto llegaron a nuestra pradera tres peregrinos alemanes, dos hombres y una mujer joven que tiraba de un asno. El animal se puso borrico y no quería continuar. Entonces, burro de mí, le grite “Arre”, naturalmente sin efecto alguno sobre el jumento teutón. Finalmente, la chica consiguió atarlo a un árbol. Montaron una tienda de campaña para pasar la noche y alrededor del asno un cercado con cuatro barras metálicas y dos hileras de alambre. Los niños se acercaron para verlo más de cerca, pero la alemana les hizo entender con señas que aquellos alambres estaban conectados a una batería y que si tocaban los cables sufrirían una descarga eléctrica. Otros extraños peregrinos estos que conjugaban medios de transporte ancestrales con la última tecnología alemana.

Antes de marcharnos de aquel paraíso monacal, hicimos una pequeña ceremonia en recuerdo de nuestro bautismo que consistió en meter los pies en la corriente del río y rezar todos juntos el Credo Apostólico. Los mayores lo rezaron completo de memoria, incluso me corrigieron cuando olvidé uno de los artículos de nuestra fe. El pequeño chapoteaba y esa era su forma de confesar la fe de la Iglesia.

Serían las seis de la tarde cuando nos subimos a la furgoneta para hacer el ultimo trayecto motorizado de nuestra peregrinación; 130 km hasta el Monte del Gozo, ya en la proximidades de Santiago.

Llegados allí, nos fuimos directamente al camping, pues aunque habíamos andado mucho, con pesadas cargas, los padres cargando con los hijos, hijos soportando a los cargantes padres, esposos cargándose mutuamente, no teníamos derecho a pernoctar en el albergue gratuito para peregrinos, aunque estuviera medio vacío, lo cual, mirado rectamente, es justísimo, porque quien garantiza que no seamos unos turistas caraduras. Ya era una gracia tener un camping allí mismo donde poder lavarse y descansar.

Montamos la tienda y nos fuimos a duchar. Después de tres días sin asearnos, el agua cayó sobre nosotros como una bendición. La música que se escuchaba por la megafonía del camping, del ultimo disco de Luar da Lubre, reafirmaba ese sentimiento de bienaventuranza:

“Hai un paraíso nos confíns da terra ,
Hai un paraíso ao que guian as estrelas.

Por sete camiños chegan ata aquí
Por sete camiños, son os pelegríns...

Hai un paraíso nos confíns da terra,
E a cidade santa chamase Compostela.
Hai un paradiso nos confíns da terra
E a cidade santa chamase Compostela....

Por sete camiños chegan ata aquí,
Por sete camiños, son os pelegríns...

Meu Señor Santiago que estás en Galicia
Dende todo o mundo veñen con ledicia....”

 



Mons Gaudi, Monxoi, Montjoie o Monte del Gozo, llamado así por la alegría que experimentaban los peregrinos al contemplar al fin las torres de la Catedral compostelana. Dicen las crónicas que lo subían los peregrinos corriendo gozosos y al primero del grupo que lo coronaba y divisaba las agujas de la tumba apostólica le nombraban rey. Conmemora esa costumbre una escultura en bronce que representa a dos peregrinos señalando hacia donde hay que mirar para alcanzar el júbilo. En mi familia no hubo rey sino reina, que fue mi mujer, aunque abdicó en favor del pequeño, empeñado en ser él el primero en todo.

Cuando el Monte del Gozo era un monte pelado y todavía no se habían construido el moderno albergue para peregrinos, ni la residencia universitaria, ni la ciudad de vacaciones, ni el camping, ni el auditorio, ni el lago artificial, ni existían las tiendas y restaurantes de hoy, la llamada de Jesucristo logró convocar allí a ochocientos mil jóvenes de todo el mundo, que durmieron en la gloria dentro de sus sacos sobre la tierra desnuda, en torno a la palabra de su Vicario, el Sucesor de Pedro. Yo también estuve allí ese 19 de agosto de 1989 con Juan Pablo II en la IV Jornada Mundial de la Juventud.

Aunque he tenido que consultar las hemerotecas para rememorar sus palabras precisas, en el corazón me queda el recuerdo de que lo allí escuché fue algo grande que tuvo alguna influencia en mi vida y en la de tantos otros. Palabras que son capaces de enderezar árboles jóvenes abatidos por los vientos de la postmodernidad.

Y dijo : “¿Qué buscáis, peregrinos ? Esa pregunta nos la tenemos que hacer todos aquí. Sobre todo vosotros, queridos jóvenes, que tenéis ahora la vida por delante. Os invito a decidir de forma definitiva la dirección de vuestro camino...”

“La tradición espiritual del cristianismo no sólo subraya la importancia de nuestra búsqueda de Dios. Resalta algo todavía más importante : es Dios quien nos busca. Él nos sale al encuentro”.

“Y al igual que Jesús llamó a Santiago y a los otros Apóstoles también nos llama a cada uno de nosotros. Cada uno de nosotros, aquí, en Santiago, tiene que entender y creer: «Dios me llama, Dios me envía». Desde la eternidad Dios ha pensado en nosotros y nos ha amado como personas únicas e irrepetibles. Él nos llama y su llamada se realiza a través de la persona de Jesucristo que nos dice, como ha dicho a los Apóstoles: «Ven y sígueme». ¡Él es el Camino que nos conduce al Padre!”


“Vosotros y vosotras habéis venido a este Monte del Gozo, llenos de ilusión y de confianza, dejando a un lado las insidias del mundo para encontrar verdaderamente a Jesús, «el Camino, la Verdad y la Vida», el cual os invita a todos a seguirlo con amor. Es una llamada universal, que no tiene en cuenta el color de la piel, la condición social o la edad. En esta noche, tan emotiva por su significado religioso, fraternidad y alegría juvenil, Cristo Amigo está en medio de la asamblea para preguntaros personalmente si queréis seguir decididamente el camino que El os muestra, si estáis dispuestos a aceptar su Verdad, su Mensaje de salvación, si deseáis vivir plenamente el ideal cristiano.”

“Es una decisión que debéis tomar sin miedo. Dios os ayudará, os dará su luz y su fuerza para que sepáis responder con generosidad a su llamada. Llamada a una vida cristiana total.”

“Sí, mis queridos jóvenes, Cristo os llama no sólo a caminar con Él en esta peregrinación de la vida. El os envía en su lugar para ser mensajeros de la verdad, para ser sus testigos en el mundo, concretamente, ante los demás jóvenes como vosotros, porque muchos de ellos hoy, en el mundo entero, están buscando el camino, la verdad y la vida, pero no saben a dónde ir.”

“¿Por qué estáis aquí vosotros, jóvenes de los años noventa y del siglo veinte? ¿No sentís también dentro de vosotros «el espíritu de este mundo»? ¿No venís tal vez-vuelvo a decirlo-para convenceros definitivamente de que «ser grandes» quiere decir servir»? Este «servicio» no es ciertamente un mero sentimiento humanitario. Ni la comunidad de los discípulos de Cristo es una agencia de voluntariado y de ayuda social. Un servicio de esta índole quedaría reducido al horizonte de «espíritu de este mundo». ¡No! Se trata de mucho más. La radicalidad, la calidad y el destino del «servicio», al que todos somos llamados, se encuadra en el misterio de la Redención del hombre. Porque hemos sido criados, hemos sido llamados, hemos sido destinados, ante todo y sobre todo, a servir a Dios, a imagen y semejanza de Cristo.”

“Os invito, queridos amigos, a descubrir vuestra vocación real para colaborar en la difusión de este Reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, el amor y la paz. Si de veras deseáis servir a vuestros hermanos, dejad que Cristo reine en vuestros corazones, que os ayude a discernir y crecer en el dominio de vosotros mismos, que os fortalezca en las virtudes, que os llene sobre todo de su caridad, que os lleve por el camino que conduce a la «condición del hombre perfecto» ¡No tengáis miedo a ser santos! Esta es la libertad con la que Cristo nos ha liberado (cf. Ga 5, 1). No como la prometen con ilusión y engaño los poderes de este mundo: una autonomía total, una ruptura de toda pertenencia en cuanto criaturas e hijos, una afirmación de autosuficiencia, que nos deja indefensos ante nuestros límites y debilidades, solos en la cárcel de nuestro egoísmo, esclavos del «espíritu de este mundo», condenados a la «servidumbre de la corrupción» (Rm 8, 21).”

“Habéis venido en peregrinación hasta aquí, a la tumba del Apóstol, el cual puede confirmar de primera mano, por decirlo así, la verdad sobre la vocación del hombre, cuyo punto de referencia es Cristo. Venís para encontrar vuestra propia vocación.”

“Os acercáis al altar para ofrecer, con el pan y el vino, vuestra juventud, la búsqueda de la verdad, así como lo bueno y lo bello que hay en vosotros. Toda esta inquietud creativa. Todos los sufrimientos de vuestros corazones jóvenes.”

“Estando en medio de vosotros, quiero decir con el Salmista: He aquí que «la tierra ha dado su cosecha» (Sal 66/67, 7), el fruto más precioso: el hombre, la juventud humana.”

“Resplandezca ante vosotros el rostro de Dios, que se refleja en el rostro humano de Cristo, Redentor del hombre. «Alégrense y exulten las gentes» (Sal 67/66, 5).”

“Que vuestros coetáneos, al contemplar vuestra peregrinación, puedan exclamar:

«Queremos ir con vosotros, pues hemos oído que Dios está con vosotros» (Za 8, 23).

Esto os desea el Papa, el Obispo de Roma, que ha participado con vosotros en esta peregrinación a Santiago de Compostela.”


 

Viernes 2 de julio de 2004.

Siendo el último día de nuestro peregrinaje y con la meta tan cerca, nos permitimos el lujo de levantarnos a las ocho de la mañana y tomar el desayuno tranquilamente, eso sí, frío como el resto de la semana.

Preparada una pequeña mochila que escondía la cámara y una botella de plástico haciendo las veces de la calabaza con agua, empuñados nuestros bordones, colgadas las vieiras o conchas de peregrino y dispuesto el corazón a dar gracias por haber alcanzado el fin de nuestra peregrinación nos pusimos a caminar alegres los cuatro kilómetros que nos separaban de Santiago de Compostela. Pero el Apóstol aún nos tenía reservabas varias sorpresas. La primera, la entrada nada piadosa a su ciudad, que uno se imaginaba entrando en ella como en Jerusalén a lomos de un asno, abriéndose paso entre multitud de palmas que aclaman, y lo que encontramos fueron estrechos pasos en puentes sobre autovías, multitud de semáforos que franquear y bocinazos de conductores impacientes. Para colmo, el bromista Santiago había inspirado a los regidores de su ciudad la necesidad de obras y socavones varios en el trazado del Camino que a veces lo hacían intransitable. Tuvimos que cambiarnos cuatro o cinco veces de acera, es un decir, pues en algunos puntos no existía ese elemento viario. Por primera vez vimos una fecha que no era amarilla, sino blanca sobre fondo azul, de obligación, que manejaba siniestramente un operario, dando y quitando el paso a una ringla de coches que esperaban para entrar o salir de la ciudad.

En las proximidades del centro, en la Rua de San Pedro, se acabaron las obras y dimos descanso a nuestros nervios haciendo un alto en la placita del mismo nombre. Allí mi mujer se dedicó a aleccionarnos sobre como debíamos entrar en la ciudad santa con la ayuda de un folleto hecho para orar en el Camino :

“No conviene dispersarse. Toda la peregrinación puede coronarse hoy espiritualmente si se está atento, o puede descabezarse si se distrae con las muchas atracciones ofrecidas a los turistas. Entra en la ciudad santa ligero, golpeando el suelo de piedra con tu bordón. Dirígete a la catedral; busca la Plaza del Obradoiro y plántate ante su gran mole. ¡Por fin estás aquí! Haz la señal de la Cruz, pues aún no has terminado tu peregrinación, sino que está en su punto más trascendental. Rodea por completo el templo antes de penetrar en él, diciendo el siguiente verso del salmo 25: "Lavo en la inocencia mis manos y rodeo tu altar, Señor, proclamando tus alabanzas, enumerando tus maravillas. Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria".

Completada la circunvalación de la catedral, entra en ella por el Pórtico de la Gloria. Allí, bajo ese grandioso cuadro, saluda efusivamente al Señor Santiago, e intenta leer con atención la cartela con la que te da la bienvenida: "El Señor me envió a vosotros". Únete a continuación con los ancianos del Apocalipsis, y repite la alabanza cósmica de toda la creación a Cristo Pantocrátor:


Por fin, dirígete por el centro de la nave central hacia el altar mayor, diciendo con el salmo 42. La importancia de ese altar es capital: constituye el fin último al que ha tendido todo tu caminar. Aun inconscientemente te has dirigido hacia este lugar. Por ello, nuevamente has de circunvalarlo, para introducirte gradualmente en el misterio de tu propia transfiguración, mensaje máximo de tu Camino. Para ello, siéntate en los primeros bancos de la nave, desde donde puedas ver el altar de Santiago, antes de iniciar su circunvalación. Lee allí el relato de la transfiguración del Señor, tal como lo presenta el evangelista Marcos:


Prepárate a subir el último monte de tu Camino, junto con los apóstoles Santiago, Juan y Pedro, el del monte de la Transfiguración. Iniciemos para ello la circunvalación del altar de Santiago por la parte derecha del deambulatorio. Te encontrarás primero con las capillas del Pilar y de la Concepción. A continuación, está una de las capillas originales de la cabecera románica, la de San Pedro, el que propuso al Señor la construcción de tres tiendas porque sobre el monte se estaba bien; Pedro, el que confesó a Jesús como Mesías y que fue constituido en roca sobre la que edificar la Iglesia. Di, ante su altar, la siguiente oración: "Dios todopoderoso, no permitas que seamos perturbados por ningún peligro, tú que nos has afianzado sobre la roca de la fe apostólica. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén".

A continuación, te encontrarás con la Puerta del Perdón. Como Jacob, has accedido a un lugar santo, al monte del Señor. Estás a punto de ser transfigurado, divinizado. Unirte a Dios implica rechazar cuantos pecados han mancillado tu existencia. Más tarde llevaremos a plenitud el rito de la reconciliación. Ahora, simplemente, repite el salmo De profundis, tal como hacían tus antepasados en este mismo lugar:



Cumplida esta peregrinación ritual, vuelve a situarte ante el altar mayor, dedicado a Santiago. Todo tu viaje sagrado ha apuntado a este destino: estás llamado a participar de la condición divina como hijo de Dios Padre, uniéndote a Jesucristo, el Hijo, con la fuerza del Espíritu Santo derramada en tu corazón. Eso es lo que contempló sobre el Tabor Santiago; por eso se dejó cortar la cabeza; para comunicarte esta gran noticia es por lo que te llamó a su casa. Dirige, por fin, tu oración nuevamente a Dios Padre, y dile con todo el agradecimiento de tu corazón: "Oh Dios, que en la gloriosa Transfiguración de tu Unigénito confirmaste los misterios de la fe con el testimonio de los Profetas, y prefiguraste maravillosamente nuestra perfecta adopción como hijos tuyos; concédenos, te rogamos, que escuchando siempre la Palabra de tu Hijo, el Predilecto, seamos un día coherederos de su gloria. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén".

Dicho lo cual, baja a la cripta. Al descender a la profundidad de la tierra, a la gruta oscura del nuevo nacimiento, dispónte ya a tu definitiva transfiguración. Ésta sólo acaece a aquellos que participan del dinamismo salvífico del misterio pascual de Cristo. Arrodíllate ante el sagrado sepulcro del apóstol. Allí, haz memoria de todos aquellos que te han ayudado, de tus familiares, amigos...

Tras el abrazo al apóstol, es momento de celebrar otro símbolo sacramental necesario para tu propia transfiguración: la reconciliación. Dios te quiere como hijo; pero no fuerza tu libertad; sólo renunciando a cuanto se opone a su santidad y a tu propia dignidad serás capaz de unirte a él. Busca en los confesionarios un sacerdote, un pecador como tú pero revestido del poder conferido por Cristo a la Iglesia de perdonar los pecados, y dispónte a pedir perdón al Señor de todos tus pecados. Toda peregrinación ha sido un incesante camino de conversión: llévalo a su plenitud en este momento con amor y sin temor. Estás invitado al gran banquete del Reino de los Cielos: límpiate para comparecer a él como conviene.

Una vez que hayas confesado tus pecados, es momento de participar en la más importante de todas las eucaristías de tu peregrinación, aquélla en la que Cristo se transfigurará de nuevo ante ti a través de las especies de pan y de vino. Como ese pan, así también tú, comiéndolo, serás divinizado, hecho hijo del mismo Dios y partícipe de la herencia eterna. Participa en esta Eucaristía con todo el amor de que seas capaz, dispuesto a marchar para siempre con Cristo resucitado. No te extrañes si, una vez terminada la celebración, deseas morir allí mismo, como el anciano Simeón cuando tuvo en sus brazos al Salvador de Israel: "Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han contemplado a tu Salvador: luz para alumbrar las naciones, y gloria de tu pueblo Israel".



Dispuestos a cumplir, como buenos pacientes, las recomendaciones del prospecto, entramos por la Porta do Camiño hacia Rua Casas Reais, Praza de Cervantes y Rua da Acibechería, golpeando sonoramente nuestros bordones contra el suelo. Pero el Apóstol nos tenía reservada la segunda sorpresa del día. La Plaza del Obradoiro estaba ocupada por siete mil jubilados de toda Galicia que habían sido invitados por la Xunta a Santiago y que en ese momento celebraban misa en la explanada. No pudimos plantarnos frente la gran mole para sentirnos pequeños ante ella y nos santiguamos desde una esquina de la plaza. Siendo dificultosa la circunvalación de la Catedral por la cantidad de ancianos y peregrinos que seguían llegando e imposible subir la escalinata que servía en ese momento a la liturgia oficiada por el Arzobispo ni entrar, consiguientemente, por el Pórtico de la Gloria, decidimos buscar salida por entre el gentío y acceder al interior de la Catedral por la primera puerta abierta que encontráramos, que ya no sé si fue la de Platerías, la de la Azabacheria o la jubilar Puerta Santa. Dentro la situación era todavía más caótica : un cura desde el micrófono trataba infructuosamente de acallar el murmullo que producían dos mil profesores españoles, convocados por su asociación de enseñantes católicos, y el de otros tantos o más peregrinos llegados de todo el mundo a pie, y en cualquier otro medio de transporte imaginable, hasta en burro o en furgoneta.

Los bancos estaban ya todos ocupados, a pesar de que faltaba una hora para la Misa del Peregrino, y los que estabamos de pie dudábamos entre coger sitio firmes cerca del altar, visitar a duras penas el templo salvando a la multitud o confesar previa espera de al menos media hora en cola. Tampoco era factible hacer la circunvalación del altar de Santiago por la parte derecha de la girola, cortada con unas cintas y por la presencia de un guardia jurado, ni posible, por tanto, el acceso desde la nave central a la tumba del Apóstol, ni el abrazo esperado.

¡Basta ! Has ganado. Nos rendimos a tu humor socarrón de Galileo. Nos dejaremos llevar de lo que dispongas aunque no tenga el orden que nos habíamos propuesto. Estaba frente al altar haciéndole estas consideraciones a la imagen de Santiago cuando, de repente, nos vimos rodeados por una nube de turistas y su guía que, estos sí, seguían un orden inalterable de visita. La presión de los turistas nos empujó hacia un lateral, al lado del crucero, junto a los primeros bancos de la nave central. Previendo que si seguía llegando gente aquello se podía poner feo, intenté y logré escapar saltando un cortado de madera junto con mi hijo pequeño hacia el abrigo de una columna cercana. Mas siguiendo su lógica programación, los turistas marcharon y el servicio de orden ya no dejó circular a nadie por el pasillo central, pues pronto entrarían los sacerdotes en procesión, quedando, por tanto, mi mujer y mis hijos mayores de pie, pero en primera fila y el pequeño y yo una decena de metros más atrás junto a la columna salvadora.

Seguían llegando más peregrinos al templo, y pronto la columna que ocupaba se llenó de gente. Algunos claramente se colaban y vi a muchos peregrinos de a pie, se distinguen de los otros por cierta manera informal de vestir y por un brillo especial de sus ojos, ceder espacio a la presión de los caraduras sin perder la paz tan trabajosamente ganada en muchos días de camino.

La presencia de los profesores animó al Arzobispo a hacer doblete y he aquí que tuvimos la suerte de asistir a una ceremonia de lo más solemne presidida por su Ilustrísima, que nos saludó en varios idiomas. El hombre no tenía ni la dicción ni las tablas de Juan Pablo II y sus saludos plurilingües, dichos de carrerilla, adquirieron el tono del de un guía turístico. Sin embargo, en lo suyo, el magisterio dictado en la homilía, estuvo inspirado y emocionado.

La música sacra también fue especial, pues corrió a cargo de una coral austríaca de voces blancas que había cruzado media Europa para alcanzar también el Jubileo.

En esto que el niño se me durmió, enroscado como un gato a mis pies. Por eso cuando llegamos a la comunión, no pude desplazarme los pocos metros que me separaban del paraguas del presbítero que la administraba por miedo a que lo pisaran y me quedé sin el alimento tan deseado, lo cual tampoco me importó, enseñado como estaba ya en este viaje a confiar en la Providencia. Me satisfizo plenamente ver que mi mujer y mi hijo mayor, que hacia su sexta comunión, tomaban a Cristo de manos de su vicario y fijé ese momento con la cámara de vídeo. Al niño en plano general y a mi mujer quise filmarla en primer plano acercándola con el zoom, pero me salió mal y apenas se ve. Durante años, cada vez que veamos la cinta, me llevaré su bronca por no haberla grabado convenientemente y yo le diré siempre lo mismo: qué es más importante comulgar con el obispo o salir retratada con él, el lío o la exclusiva.

Concluida la misa, los tiraboleiros hicieron oscilar el incensario más grande del mundo, el conocido Botafumeiro, elevándolo hasta las bóvedas del crucero, por encima de las bocas abiertas, y ahora mudas de asombro y temor, de los niños del coro austríaco. El “canfumeiro”, versión celestial del cancerbero, paró la pelota de humo aquella y la asamblea aplaudió.

Al arzobispo, al marchar, se detuvo ante mis hijos y les impartió su bendición y por eso de que solo los borrachos y los niños dicen verdad, le preguntó a mi hijo mayor si le había gustado la misa a lo cual le contestó que mucho, y ambos, pastor y cordero, quedaron tan contentos.

Nada había salido como lo habíamos proyectado y por eso fue todo mejor. Así que ya sin orden y aprovechando que los peregrinos se apresuraban a salir de la Catedral para comer, pudimos confesar sin agobios, padre, madre e hijo, los tres con el mismo sacerdote, que sonreiría al escuchar a unos confesarnos de regañar en exceso y al otro de dar motivos para las regañinas.
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Nos faltaba saludar y visitar al Apóstol, pero la cola que esperaba afuera para hacerlo era de las de media hora, así que nos fuimos a comer. Teníamos previsto para esta comida extraordinaria un presupuesto de 125 euros en vales de comida, también llamados cheques restaurante, de los que me daban en la empresa en calidad de dietas, así que nos dispusimos a entrar en la primera tasca o marisquería que tuviera el lazo distintivo de establecimiento asociado (en Madrid y en otras grandes ciudades hay cientos de ellos). Nos costó una hora de patear el centro de Compostela encontrar finalmente un restaurante que ni siquiera era típico, o mejor dicho, tan especifico como que era una crepería, donde finalmente, hacia las cuatro de la tarde, comimos un crepe de pisto manchego (tiene delito ir unos manchegos a Galicia a que les den pisto y sin liebre), de segundo merluza, claramente desultracongelada, y flan, eso sí, de huevo autentico.

A esas horas de la sobremesa ya casi no había cola esperando en la Plaza de la Quintana para entrar por la Puerta Santa, así, que por fin pudimos subir al camarín del altar mayor y dar el tradicional abrazo a la chepa de Santiago y venerar sus restos en la cripta. Como era natural, mi mujer no quedó contenta con la grabación en vídeo que hice de sus gestos rituales, aunque ya sabéis lo que le contesté: “Abrazo o exclusiva”.

Empleamos el resto de la tarde en admirar el Pórtico de la Gloria, desgastando con nuestra mano la columna del parteluz y nuestras cabezas contra el Santo dos Croques, en descansar y explayarnos en la Plaza del Obradoiro y en hacer las últimas compras de recuerdos para la familia.

La peregrinación había acabado y no tenía ya sentido volverse al camping andando, así que a eso de las seis y media de la tarde nos fuimos a buscar un autobús que nos retornara al Monte del Gozo. Resultó que solo había una línea especial que prestara ese servicio y que salía de la Plaza de Galicia cada hora a las media, y que por tanto habíamos perdido. Tuvimos que esperar en la parada una hora que empleamos en acabarnos una bolsa de pipas. Al subir dijimos al cobrador que nuestro pequeño tenía tres años para que no pagara billete, mentirijilla que el niño no desmintió, pues no había tenido fiesta de cuarto cumpleaños. Lo senté en mis rodillas para que no ocupara asiento y hacer venial mi falta.


Mi primera mentira nada mas salir de Santiago me hizo pensar cuan poco vale la recién ganada Indulgencia Plenaria a un pecador como yo, al que le falta tiempo para poner de nuevo en marcha el contador de las penas merecidas. Así que decidí donar mi Jubileo a quien le fuera de más provecho porque ya no pudiera pecar. Si alguna indulgencia me ha sido concedida en este viaje se la cedo a los 192 peregrinos madrileños que alcanzaron la meta en los vagones de un tren el 11 de marzo de 2004. Va por ellos.

Aquella noche, en el camping, volvimos a cenar frío de latas y restos y nos acostamos temprano, pues al día siguiente nos esperaban 1.200 km de vuelta a casa. Estabamos contentos y, a la vez, una pizca tristes.




Utreya, más allá.


El sábado me levanté temprano, a eso de las 6:30 horas y mientras se desperezaban los niños aproveche para filmar la salida del sol. Metáfora de un nuevo amanecer con que concluiría mi película. Conté con la ayuda de un protagonista anónimo : la silueta de un pajarillo que cantaba al alba sobre un tejado. A este sonido original sobrepondría después la música barroca del “O salutaris Hostia”

Se despertaron los niños y estos sí que piaban. Recogimos todo deprisa y nos montamos en la furgoneta. Antes de arrancar hicimos una pequeña oración de agradecimiento por la buena peregrinación. Eran las 7 y media de la mañana.


Una densa niebla me acompañó hasta la salida de Galicia. Cruzamos la Sierra de los Ancares y al pasar sobre el viaducto de Ruitelán, eché un vistazo abajo, al pueblo donde nos alojamos la noche anterior al Cebreiro y me vi pequeño tres días antes. Ahora no era más grande, pero estaba más alto.

MI mujer y los niños dormían, mientras caían los kilómetros. A veces el sueño me acosaba. No era un sueño de cansancio, sino de monotonía y le pedía a la Virgen que me mantuviera en vela De pronto los niños se despertaron y sus ruidos, otras veces tan molestos, me animaron un poco.

Lo que acabó de despertarme fue una fuerte discusión con mi mujer por una nadería. Empecé a dar voces, abrí la ventanilla del coche y me encendí el primer cigarrillo del viaje. Los niños se callaron, no fuera que pagaran injustamente. Pasados unos pocos kilómetros, le di la mano a mi mujer, manera orgullosa de pedirle perdón, y me excusé diciendo que había necesitado esa carga de adrenalina para no dormirme.

Al pasar por Zaragoza, hicimos una parada para descansar de autopista y visitar a unos amigos: Nacho y Pilar, un matrimonio que tienen cuatro hijos, nacidos todos de sendas cesáreas. Verlos y recibir su hospitalidad nos reanima y confirma en la fe.

Es cerca de la medianoche cuando llegamos a nuestro hogar en una ciudad próxima a Barcelona. Estamos agotados pero felices. Al día siguiente es domingo y podremos descansar. La idea de volver el lunes al trabajo ya no me deprime. Se nos ha estropeado el microondas y a lo mejor no lo arreglamos ni compramos otro. Sin duda, el futuro es un buen camino jalonado de estrellas.


A mi la memoria de mi abuelo Santiago.



BIBLIOGRAFIA :


Historia mágica del Camino de Santiago, por Fernando Sánchez Dragó, que sostiene la decimonónica tesis que interesa a los enemigos de la Iglesia de que el cuerpo que se venera en Compostela no es del Zebedeo sino el del hereje gallego Prisciliano. Sin entrar en discusiones históricas que nos llevarían muy lejos, no creo que aporte evidencias científicas que avalen sus suposiciones. Ciertamente, tampoco las aporta la Iglesia Católica, por lo que considero este problema un asunto de fe y entre Santiago de Compostela y Compostela Prisciliana, elijo libremente al primero y renuncio a lo segundo. No obstante recomiendo su lectura por su erudición y mejor estilo literario.

Utreia, por Luis Carandell, libro sobre las historias, leyendas, gracias y desgracias del Camino de Santiago, ameno donde los haya, escrito por un viejo pregonero de nuestras fiestas de Torre de Juan Abad, amante de Quevedo y de nuestra tierra.

El Camino de Santiago en coche, guía de viaje editada por la editorial Anaya, que da abundante información sobre el Camino, sus villas y monumentos, y propone una serie de seis etapas en coche junto con 21 tramos selectos de a pie. La única pega es que para visitar todo lo que propone harían falta el doble de días de los que dicha guía prevé.

Caminos sagrados, de Nicholas Shrady, experiencia sin prejuicios de seis peregrinajes a ciudades santas de varias religiones, que comprende una a Compostela. Su principal virtud es que no tiene ningún afán desmitificador y que su autor ha peregrinado verdaderamente.


Nunca llegaré a Compostela, de Gregorio Morán, viaje a pie por la ruta de Santiago de un ateo y de un agnóstico que no tienen intención de llegar a Santiago, pero que pasan por peregrinos. Las desventuras que pasan nos harían reír si no fuera tan tristes por falta de sentido final. Con todo está bien escrito y es muy recomendable para hacer desistir al que quiera embarcarse en la aventura espiritual del Camino por puro esnobismo.


El Peregrino de Compostela (Diario de un mago), de Paulo Coelho, lo mejor son sus fotos, el texto creo que habla de un mago en busca de su espada en el Camino de Compostela, que a lo mejor resulta ser la escoba de Potter, no sé, no he leído sino fragmentos, pues no me ha enganchado la historia. Libro solo recomendable para lectores habituales de autoayuda.


“Strannik”, El Peregrino Ruso“, de autor anónimo. Auténtico peregrinaje por las estepas de la Santa Rusia en busca de la oración que llena el corazón.

2 comentarios:

bigu dijo...

ESTE DIARIO ES MARAVILLOSO, ME GUSTA EL ESTILO, LA FRESCURA, LA SINCERIDAD Y LAS DESCRIPCIONES. DESDE HACE AÑOS HE QUERIDO HACERME EL CAMINO DE SANTIAGO, EN DICIEMBRE ES CUANDO PUEDO VIAJAR MÁS LEJOS Y ME PREGUNTO SI ES RECOMENDABLE EL CAMINO Y LLEGAR A COMPOSTELA JUNTO CON EL INVIERNO. EN 2008 ESTABA IMPOSIBLE DE NIEVE. GRACIAS POR COMPARTIR TU EXPERIENCIA. GUI

La Calculadora del gestor de siniestros de transporte dijo...

Hola Gui.

Gracias por los elogios.

Tiene que ser una gran experiencia interior hacer el Camino en invierno (mucha soledad, frio, grandes pruebas y grandes consuelos de Dios).

Un abrazo en Jesus y María