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miércoles, 15 de abril de 2009

Perlas Benedicto (204)



Por tanto, la discusión comenzada con los discípulos comprendería las siguientes preguntas: ¿Qué es lo que sucedió allí? ¿Qué significa eso para nosotros, para el mundo en su conjunto y para mí personalmente? Ante todo: ¿Qué sucedió? Jesús ya no está en el sepulcro. Está en una vida nueva del todo. Pero, ¿cómo pudo ocurrir eso? ¿Qué fuerzas han intervenido? Es decisivo que este hombre Jesús no estuviera solo, no fuera un Yo cerrado en sí mismo. Él era uno con el Dios vivo, unido talmente a Él que formaba con Él una sola persona. Se encontraba, por así decir, en un mismo abrazo con Aquél que es la vida misma, un abrazo no solamente emotivo, sino que abarcaba y penetraba su ser. Su propia vida no era solamente suya, era una comunión existencial con Dios y un estar insertado en Dios, y por eso no se le podía quitar realmente. Él pudo dejarse matar por amor, pero justamente así destruyó el carácter definitivo de la muerte, porque en Él estaba presente el carácter definitivo de la vida. Él era una cosa sola con la vida indestructible, de manera que ésta brotó de nuevo a través de la muerte. Expresemos una vez más lo mismo desde otro punto de vista.
Su muerte fue un acto de amor. En la última Cena, Él anticipó la muerte y la transformó en el don de sí mismo. Su comunión existencial con Dios era concretamente una comunión existencial con el amor de Dios, y este amor es la verdadera potencia contra la muerte, es más fuerte que la muerte. La resurrección fue como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces indisoluble del «morir y devenir». Inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, de manera transformada, y a través de la cual surge un mundo nuevo.


HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Sábado Santo, 15 de abril de 2006


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