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martes, 14 de abril de 2009

Perlas Benedicto (203)



«Ha resucitado..., no está aquí». Cuando Jesús habló por primera vez a los discípulos sobre la cruz y la resurrección, estos, mientras bajaban del monte de la Transfiguración, se preguntaban qué querría decir eso de «resucitar de entre los muertos» (Mc 9, 10). En Pascua nos alegramos porque Cristo no ha quedado en el sepulcro, su cuerpo no ha conocido la corrupción; pertenece al mundo de los vivos, no al de los muertos; nos alegramos porque Él es –como proclamamos en el rito del cirio pascual– Alfa y al mismo tiempo Omega, y existe por tanto, no sólo ayer, sino también hoy y por la eternidad (cf. Hb 13, 8). Pero, en cierto modo, vemos la resurrección tan fuera de nuestro horizonte, tan extraña a todas nuestras experiencias, que, entrando en nosotros mismos, continuamos con la discusión de los discípulos: ¿En qué consiste propiamente eso de «resucitar»? ¿Qué significa para nosotros? ¿Y para el mundo y la historia en su conjunto? Un teólogo alemán dijo una vez con ironía que el milagro de un cadáver reanimado –si es que eso hubiera ocurrido verdaderamente, algo en lo que no creía– sería a fin de cuentas irrelevante para nosotros porque, justamente, no nos concierne. En efecto, el que solamente una vez alguien haya sido reanimado, y nada más, ¿de qué modo debería afectarnos? Pero la resurrección de Cristo es precisamente algo más, una cosa distinta. Es –si podemos usar por una vez el lenguaje de la teoría de la evolución– la mayor «mutación», el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia.


HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Sábado Santo, 15 de abril de 2006


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