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lunes, 27 de abril de 2009

Las confesiones de San Pablo (41)




LAS CONFESIONES DE SAN PABLO (41),

por el Cardenal Carlo Maria Martini.



La última palabra de Pablo.

-“Y ahora”: el término griego “kái tá nun” es muy particular y raro en el Nuevo Testamento.

Quiere decir: “Entonces, en lo referente a la presente situación”. Su situación de separación de mí, de incertidumbre por el futuro, de temor por lo que les sucederá.

Se trata de una fórmula solemne y conclusiva que encontramos, por ejemplo, al final de la oración de los apóstoles durante la primera persecución: “Señor, tú que hiciste el cielo y la tierra, el mar… tú que dijiste por boca de David:

A qué bramaron las gentes

Y los pueblos maquinaron vanidades?

Se levantaron los reyes de la tierra

Y los príncipes conspiraron a una

Contra el Señor y contra su Cristo;

Pues en verdad se reunieron en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús” (He. 4,,24-27), concluye: “ Y ahora (kái tá nun), Señor, mira sus amenazas y concede a tus siervos predicar con plena seguridad tu palabra” (He. 4,29).

Análogamente la expresión de Pablo supone toda la situación anterior que ha delineado: su ministerio en la comunidad, su afecto por ellos y la correspondencia, los peligros en el futuro y, sobre todo, su temor por lo que sucederá. Por eso concluye: “Y ahora…”.

-“los encomiendo al Señor”. Es una palabra que nos sorprende. Hubiéramos esperado que recomendara ser fieles, permanecer unidos, escribirle, hacer reuniones, hacerle llegar noticias, no descuidar la lectura de la Escritura.

En cambio, Pablo los encomienda a Dios, subrayando así que el futuro la perseverancia están en las manos de Dios: es él quien recibe y sostiene. Es una conclusión muy común de la Iglesia primitiva cuando se encuentra en situaciones semejante. Al final del primer viaje misionero, Bernabé y Pablo animaron a los discípulos exhortándolos a permanecer firmes en la fe; nombraron ancianos para cada Iglesia y después de haber orado y ayunado, “los encomendaron al Señor, en quien habían creído” (He. 14,23). Poco después: “De allí navegaron a Antioquia, de donde habían partido, encomendados a la gracia de Dios”. (He. 14,26).

El estilo de comunidad, pues, es el de expresar la palabra definitiva como un encomendarse al Señor, a su gracia. –el encomendar a Dios con oración y ayuno es una forma litúrgica solemne. Podemos imaginar que se hace levantando las manos y diciendo:”Pues bien, los encomendamos al poder de Dios”.

El mismo verbo “encomendar” tiene una historia muy larga. En el Nuevo Testamento designa una realidad concreta, el encomendar un tesoro precioso a uno en el cual se confía: tengo un tesoro, tengo que irme y lo entrego a una persona de confianza. Es cierto que este uso del término que encontramos en el Nuevo Testamento es un uso profano, pero explica la mentalidad que encierra y tiene su ápice en la palabra de Jesús sobre la cruz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc. 23,46). Es el acto de suprema confianza: Jesús se entrega a sí mismo, su vida y su muerte en las manos de Dios, sabiendo que la custodiará y se la devolverá. Todo juega sobre la certeza de la potencia divina.

El salmo citado por Jesús:”En tus manos encomiendo mi espíritu, tú me librarás; líbrame, Señor, Dios fiel” (Sal.31,6).es la expresión del hombre que, después de haber hecho todos los cálculos, sabe que lo único que verdaderamente cuenta es el encomendarse a sí mismo en las manos de Dios.

Volviendo a la imagen que consideramos en una homilía entre el nivel de la operosidad y el de la escucha y contemplación, podemos decir que el hombre, después de haber obrado cuanto pudo, vuelve a su nivel fundamental, sabiendo que es la realidad la que lo hace ser hombre.

Pablo, a pesar de estar preocupado de la comunidad que le es queridísima, tiene la seguridad de que Dios llevará adelante la obra, la sostendrá, la iluminará, la guiará. Esta palabra señala la cumbre del afecto pastoral y al mismo tiempo de la separación. Pablo ama mucho a esa comunidad (la despedida se hace entre abrazos, llantos, oraciones en la playa, junto a la nave), pero sabe que pertenece a Dios y que Dios es infinitamente más poderoso.

-“y a la Palabra de su gracia”. La expresión es desacostumbrada y tenemos que tratar de aclararla.

El Evangelio de Lucas le trae como primera definición del hablar de Jesús. En la Sinagoga de Nazaret, en efecto, la gente, al oírlo, “asentían y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca” (Lc. 4, 22).

Entonces podemos decir que la Palabra de la gracia es un sinónimo del Evangelio, de la manifestación de la iniciativa divina y gratuita de salvación. He aquí el sentido de este término “de la gracia”, “charitos”-.Viene de “cháris”, gracia, de la que deriva “chará”, alegría, y también la palabra “gratis” usada por Pablo para indicar la acción de Dios que perdona al pecador sin ningún mérito suyo.

El ángel saludará a María como “Kecharitoméne” (Lc 1,28), esto es, agraciada por excelencia, objeto del favor pleno e ilimitado de Dios.

Es vocablo típico del Nuevo Testamento: aparece 155 veces, y unas 100 veces en Pablo. Pablo usa el término “gracia” junto con otros: justicia salvífica, fe, Evangelio, esperanza, Espíritu, realidades todas que enuncia cuando quiere hablar de la economía positiva de Dios respecto del hombre. A ellos contrapone: ley, pecado, vanidad, carne, que indican la economía negativa o restrictiva en la que el hombre trata de encerrarse por orgullo, por autosuficiencia, por debilidad o por maldad.

Para Pablo todo el apostolado cristiano es proclamación de la gracia de Dios, rico en misericordia. “Siendo, pues, colaboradores los exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios –esta es la definición del evangelizador!- Porque dice Dios: En el tiempo propicio te escuché, y el día de la salvación te ayudé. Ahora es el tiempo propicio, ahora es el día de la salvación” (2Cor. 6, 1-12).Es la síntesis del anuncio apostólico. El aspecto renovador, transformador de la revelación de Dios que con la palabra “gracia” queda definido en su origen gratuito, libre, espontáneo, sin mérito o resistencia de parte nuestro. Dios es más grande que nuestro corazón.

La definición de la segunda carta a los Corintios está seguida por la descripción de la fisonomía de apóstol, modelado según las características de esta gracia: “En todo nos mostramos como ministros de Dios, con gran paciencia en las tribulaciones, necesidades, angustias, en los azotes, cárceles, sediciones, fatigas, vigilias, ayunos, en la castidad, ciencia, longanimidad, bondad, en el Espíritu Santo, en caridad sincera, con la palabra de verdad, poder de Dios, mediante las armas ofensivas y defensivas de la justicia; en medio de gloria y de ignominia, de calumnia y buena fama; como impostores, aunque veraces; como desconocidos, aunque conocidos; como moribundos, y he aquí que vivimos; como castigados, aunque no entregados a la muerte; como tristes, aunque siempre alegres; como miserables, aunque enriquecemos a muchos; como quienes nada tienen, aunque lo poseemos todo” (2Cor. 6, 4-10).

El Apóstol, proclamando la gracia, vive una existencia en la que las actitudes mundanas –depresión, humillación, temor, retraimiento- dejan el puesto a la serenidad, a la alegría, a la firmeza, a la capacidad de enriquecer a los demás: es el Evangelio vivido.

Es significativo que, después de haberse desahogado con esa larga descripción que es su experiencia, Pablo concluye: “Mi boca se ha abierto para ustedes y se ha dilatado mi corazón” (2Cor. 6, 11). Es decir, ha dicho todo lo que tenía que decir: el misterio de ser Apóstol de la gracia y de vivir la contradicción entre lo que las circunstancias tenderían a obtener sofocándolo y lo que, en cambio, con grande humildad y modestia, siente que acaece en él, la iniciativa divina que trastorna la evidencia humana que lo aplastaría.

En el libro de los Hechos vuelve a menudo la referencia a la Palabra personificada, como persona que obra y que tiene poder. Lucas, también en el Evangelio, escribe que el “Niño (Jesús) crecía” (Lc. 2, 40). La Palabra es Jesús mismo que crece en la comunidad, que vive y obra y, por medio del Espíritu, permanece en la Iglesia.

-“…que tiene el poder de edificar”. Vienen a la mente algunos textos fundamentales del Nuevo Testamento, sobre todo la carta a los Romanos, en la que se enuncia más explícitamente el poder de Dios por medio del Evangelio. Es también una palabra de despedida y podemos leerla como una ampliación litúrgica de la bendición final de Pablo a la comunidad de Mileto: “Al que puede fortalecerlos en mi Evangelio y en la predicación de Jesucristo, para la revelación del misterio mantenido en secreto desde tiempo eterno, pero manifestado ahora por los escritos proféticos, dado a conocer a todas las naciones por orden del Dios eterno, para que abracen la fe, al solo Dios sabio, por Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Rom. 16, 25-27). El encomendarse al poder de Dios se convierte en oración, doxología e indica la solemnidad con la que el Apóstol entiende la expresión.

La Palabra tiene el poder de edificar toda la actividad de la comunidad. La comunidad es un cuerpo que crece según todas sus coyunturas bien compactadas, según una jerarquía interna, un orden, una riqueza de carismas. Es un cuerpo que está formando, y la Palabra de Dios es la fuerza edificadora. El contenido y los mensajes de esta Palabra construyen también el edificio. Y Pablo ve el porvenir de la comunidad que permaneciendo fiel al primado de la Palabra, se construye en la riqueza de los carismas, de los dones, de los servicios, de los ministerios.

-“Y de conceder la herencia con todos los santificados”. La Palabra de Dios obra también el crecimiento de la comunidad, llamando a muchos otros a participar y a gozar de esta herencia preciosa.


Estas meditaciones están recogidas en el libro “Las confesiones de San Pablo”, editadas por la Editorial San Pablo en su colección Espiritualidad Nueva. Recomendamos vivamente la compra y lectura de este libro, que apenas cuesta 8 €, pues lo que ofrecemos en este blog son extractos del mismo.



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