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martes, 31 de marzo de 2009

Las confesiones de San Pablo (37)



LAS CONFESIONES DE SAN PABLO (XXXVII),

por el Cardenal Carlo Maria Martini.

La pasión del cristiano.

Hace algún tiempo me impresionó un libro que describe la prueba de la fe de Teresa de Lisieux. La última parte de la vida de esta santa fue profundamente oscura y , después de los dones maravillosos que había recibido de Dios, entró en un estado casi incomprensible. Ella misma dice que es una prueba del alma indecible y casi tiene miedo de hablar de ella. Luego escribe: “Creo haber nacido en un pueblo rodeado por una espesa niebla, nunca he contemplado el aspecto risueño de la naturaleza inundada, transfigurada por el resplandor del sol;…a un cierto momento las tinieblas que me rodean se hacen más densas, penetran en mi alma y la envuelven de tal modo que ya no logro encontrar en ella la imagen tan dulce de mi Patria; ¡todo ha desaparecido! Cuando quiero reposar el corazón cansado de las tinieblas que lo rodean, recordando el país luminoso al que aspiro, el tormento aumenta; me parece que las tinieblas y, tomando la voz de los pecadores me dicen burlándose de mí: Tú sueñas la luz, una patria de perfumes más suaves, tú sueñas poseer eternamente al Creador de todas estas maravillas, crees que algún día saldrás de las oscuridades que te circundan.¡Echa adelante!¡ Echa adelante! Alégrate de la muerte que te dará no ya lo que esperas, sino una noche más oscura, la noche de la nada”.

Y más: “Cuando canto la felicidad del Cielo, la posesión eterna de Dios no siento ninguna alegría, porque sencillamente canto lo que quiero creer. A veces, es verdad, baja un pequeño rayo a iluminar mi noche, entonces la prueba se interrumpe por un instante, pero inmediatamente después, el recuerdo de este rayo, en vez de alegrarme, hace más densas mis tinieblas”. Es la agonía pura –dice el 30 de septiembre, día de la muerte- sin ninguna huella de consolación”.

Son palabras que nos impresionan. Tal vez una de las más duras es la que refirió en el proceso de beatificación una cohermana que la había escuchado: “si supieran en qué tinieblas me encuentro; no creo en la vida eterna, me parece que después de esta vida mortal no haya nada. Todo ha desaparecido para mí, no me queda nada más sino el amor”. Tiene la impresión de no creer ya, pero siente que tiene amor: no es una contradicción, es la purificación terrible de la caridad. Son experiencias que hacen parte de camino cristiano.

Podemos encontrar también en otros santos confesiones semejantes.

San Pablo de la Cruz durante su última enfermedad tiene expresiones que hacen pensar. Le confundía a un cohermano: “Hoy sentía ímpetus muy fuertes de irme disperso y prófugo por estas selvas, impulsado a echarme por una ventana –por tanto tentaciones de suicidio-, y continuas fuertes tentaciones de desesperación”. Y algo más: “Un alma que ha gozado de las caricias celestiales y luego tiene que estar durante mucho tiempo despojada de todo, incluso llegar a encontrarse, según su parecer, abandonada de Dios, que Dios disgustado, por lo que le parece que todo lo que hace una tal alma es todo mal hecho. Ah, no sé explicarme cómo deseo! Bástele saber que esta es una suerte casi de pena de daño, pena que supera a cualquier otra pena”.

Más adelante: “La impresión de no tener ya más fe, ni esperanza, ni caridad, de sentirse como perdido en lo profundo de un mar en tempestad sin tener quien le alcance una tabla para salvarse del naufragio, ni del cielo ni de la tierra. No tiene ninguna luz de Dios, incapaz de un mínimo buen pensamiento, incapaz de tratar algún argumento de vida espiritual, desolado como los montes del Gelboe y enterrado en el hielo. En las mismas oraciones vocales no hago sino pasar los granos de camándula”.

Cuenta un cohermano: “Al entrar en su pieza cuando estaba enfermo, con voz que movía a compasión hasta a los tigres, dijo tres veces: “Estoy abandonado”.

Naturalmente cuenta mucho el carácter de las personas. Quien es muy sensible en ciertos momentos de cansancio, de depresión y de enfermedad, llega a hablar así de sí mismo. En todo caso, es cierto que Dios permite misteriosamente en sus santos la prueba del abandono. Es una situación real y cuando se presenta debe hacernos pensar que es el camino que recorrió Jesús hasta la cruz, que recorrió Pablo y que han recorrido muchos santos.

Pablo, escribiéndole a Timoteo, inmediatamente después de haber dicho: “Todos me han abandonado” había afirmado: “Pero el Señor me estuvo cerca y me dio fuerza… El Señor me liberará de todo mal y me salvará para su reino celestial. A él gloria por los siglos de los siglos. Amén” (2 Tim. 4,17-18).

El poder del Espíritu en él le había permitido superar un momento en el que podía ser tentado hasta con la desesperación. Pero no podemos saber si el último cuarto de hora de su vida fue un tiempo de luminosidad, de claridad, o más bien de tinieblas. El misterio del camino humano va hacia la experiencia de la muerte. Precisamente por esto tenemos que reflexionar sobre nosotros, sobre los sufrimientos a través de los cuales pasan otros y sobre la necesidad de saber prestar ayuda. Un enfermo, sobre todo grave, difícilmente abre su ánimo: tal vez solamente a alguien le tiene plena confianza. La misión consiste en suscitar esta confianza para poder ser colaboradores en las pruebas contra la fe y contra la esperanza que el hombre próximo a la muerte puede sentir.

Se cuenta que Teresa del Niño Jesús, hacia el final de su vida, fue víctima de una turbación y angustia inexpresables, que asustaron a las cohermanas. Le oyeron decir: “Cuánto hay que orar por los agonizantes! Si se supiera!”.

He aquí cómo la vida de los santos nos puede ayudar a comprender mejor la pasión de Cristo y la pasión de Pablo.


Estas meditaciones están recogidas en el libro “Las confesiones de San Pablo”, editadas por la Editorial San Pablo en su colección Espiritualidad Nueva. Recomendamos vivamente la compra y lectura de este libro, que apenas cuesta 8 €, pues lo que ofrecemos en este blog son extractos del mismo.


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