VATICANO - AVE MARIA por Mons. Luciano Alimandi - ¡En Navidad también tú vuelves a nacer!
Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) -
Se acerca la Navidad y el Evangelio nos recuerda que debemos preparar el camino al Señor que viene. ¿Qué significa esto? El gran San Agustín nos dice que “preparar el camino” tiene que ver con la humildad del corazón, para que, como el Bautista, también nosotros podamos acoger al Mesías haciéndole espacio, justamente siendo más humildes. Ya que Dios es Amor, prepararle el camino tiene que ver también con el amor, con un “aumento” de la bondad del corazón. En otras palabras, no puede acoger al Señor quien no está orientado hacia una bondad genuina, un amor desinteresado por los hermanos.
Cuántas veces, incluso los consagrados consideran una cosa obvia, justamente en las relaciones con el prójimo, aquello que no es obvio: ¡el ser buenos con los demás! La verdadera bondad de corazón, para ser tal, no puede ser condicionada: “si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo” (Lc 6, 32) dice Jesús.
El mundo que nos observa se detendrá ante la conversión hasta que no vea en nosotros aquella caridad vivida que hizo exclamar a Pablo: “La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa; no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no tendrá nunca fin” (1 Cor 13, 4-8). Benedicto XVI enseña que “en cada pequeño pero genuino acto de amor está todo el sentido del universo” (Ángelus del 18 de noviembre de 2007). Justamente esta bondad genuina es lo que existe de más precioso en el mundo. Así entonces, cuando se trata de “amar”, un verdadero cristiano no puede limitarse a hacer lo que hacen muchos otros - que se contentan con un “amor oportunista” -, de otro modo el camino del Señor no es preparado, sino obstaculizado para uno mismo y para los demás.
¿Cómo y cuánto debe amar un cristiano, hasta que punto debe ser bueno con su prójimo? Justamente la solemnidad de Navidad, que lleva a su cumplimiento el tiempo de la grande espera, nos revela que el verdadero amor no se limita a sí mismo, no se deja condicionar, sino que se ofrece totalmente, no se engaña para no engañar. El verdadero amor imita siempre a Dios que “amó tanto al mundo que dio a su Hijo unigénito” (Jn 3, 16). Dios no engañó a nadie, porque se donó completamente.
Una mamá que se dona completamente a la criatura que lleva en el vientre, imita a Dios; no se engaña porque verdaderamente ama. Es muy hermoso meditar en el Evangelio, la verdad del amor de Dios que es comparada a la luz. Aquellos que aman están inmersos en la luz, son hijos de la luz, como nos dice Juan: “quien ama a su hermano, habita en la luz y no da ocasión a escándalo” (1 Jn 2,10).
Fuera de Dios, Luz verdadera que ilumina al mundo, ¿cómo encontrar el verdadero amor? No lo hubieran podido encontrar María y José, los Pastores y los Reyes magos, los Apóstoles y todos los demás. Si Dios no se hubiese revelado en Jesucristo, en la Noche de Navidad, ¿cómo hubiéramos podido encontrarlo? Por lo tanto aquella Noche es la más luminosa de todas las noches de la humanidad, su resplandor llega a todo hombre de buena voluntad: ¡a todos aquellos que están dispuestos a amar de verdad!
El Adviento, con su Navidad, es el tiempo oportuno para decidirse a ser más buenos con los demás, sobre todo hacia los que no lo son con nosotros. Sólo viviendo más la caridad, y verdaderamente la compasión, renunciando a nuestros oportunismos, llegaremos también a la gruta de Belén. La Estrella de Jesús aparecerá en el horizonte de nuestra existencia y la iluminará. En efecto, quien busca con todo el corazón la verdad del amor, antes o después, se encontrará ante el Niño y su Madre. Este camino hacia la cuna de Belén, en el fondo, inicia con nuestra concepción. En el vientre materno se encuentra la primera cuna del amor, el primer contacto que, como criaturas todavía inconcientes, tenemos con el amor de Dios, que ha creado la vida como un don. En el vientre materno festejamos, en un sentido, la primera Navidad de nuestra existencia, nuestro primer nacimiento a la vida.
Cuando luego, acompañados sobre todo por el amor y la fe de nuestros padres, llegamos a encontrar al Señor Jesús y a María su Madre, en el misterio de la gran Navidad, entonces es como encontrar de nuevo ese primer vientre, ese primer abrazo de amor, pero a diferencia de aquél, éste es verdaderamente “nuevo” y “eterno”.
Que también esta Navidad pueda renovar en nosotros la alegría de pertenecer para siempre a Dios, con el asombro de sabernos cuidados en la palma de su mano, como justamente nos asegura Jesús: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre” (Jn 10, 27-30). (Agencia Fides 19/12/2007; líneas 56, palabras 900)
Se acerca la Navidad y el Evangelio nos recuerda que debemos preparar el camino al Señor que viene. ¿Qué significa esto? El gran San Agustín nos dice que “preparar el camino” tiene que ver con la humildad del corazón, para que, como el Bautista, también nosotros podamos acoger al Mesías haciéndole espacio, justamente siendo más humildes. Ya que Dios es Amor, prepararle el camino tiene que ver también con el amor, con un “aumento” de la bondad del corazón. En otras palabras, no puede acoger al Señor quien no está orientado hacia una bondad genuina, un amor desinteresado por los hermanos.
Cuántas veces, incluso los consagrados consideran una cosa obvia, justamente en las relaciones con el prójimo, aquello que no es obvio: ¡el ser buenos con los demás! La verdadera bondad de corazón, para ser tal, no puede ser condicionada: “si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo” (Lc 6, 32) dice Jesús.
El mundo que nos observa se detendrá ante la conversión hasta que no vea en nosotros aquella caridad vivida que hizo exclamar a Pablo: “La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa; no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no tendrá nunca fin” (1 Cor 13, 4-8). Benedicto XVI enseña que “en cada pequeño pero genuino acto de amor está todo el sentido del universo” (Ángelus del 18 de noviembre de 2007). Justamente esta bondad genuina es lo que existe de más precioso en el mundo. Así entonces, cuando se trata de “amar”, un verdadero cristiano no puede limitarse a hacer lo que hacen muchos otros - que se contentan con un “amor oportunista” -, de otro modo el camino del Señor no es preparado, sino obstaculizado para uno mismo y para los demás.
¿Cómo y cuánto debe amar un cristiano, hasta que punto debe ser bueno con su prójimo? Justamente la solemnidad de Navidad, que lleva a su cumplimiento el tiempo de la grande espera, nos revela que el verdadero amor no se limita a sí mismo, no se deja condicionar, sino que se ofrece totalmente, no se engaña para no engañar. El verdadero amor imita siempre a Dios que “amó tanto al mundo que dio a su Hijo unigénito” (Jn 3, 16). Dios no engañó a nadie, porque se donó completamente.
Una mamá que se dona completamente a la criatura que lleva en el vientre, imita a Dios; no se engaña porque verdaderamente ama. Es muy hermoso meditar en el Evangelio, la verdad del amor de Dios que es comparada a la luz. Aquellos que aman están inmersos en la luz, son hijos de la luz, como nos dice Juan: “quien ama a su hermano, habita en la luz y no da ocasión a escándalo” (1 Jn 2,10).
Fuera de Dios, Luz verdadera que ilumina al mundo, ¿cómo encontrar el verdadero amor? No lo hubieran podido encontrar María y José, los Pastores y los Reyes magos, los Apóstoles y todos los demás. Si Dios no se hubiese revelado en Jesucristo, en la Noche de Navidad, ¿cómo hubiéramos podido encontrarlo? Por lo tanto aquella Noche es la más luminosa de todas las noches de la humanidad, su resplandor llega a todo hombre de buena voluntad: ¡a todos aquellos que están dispuestos a amar de verdad!
El Adviento, con su Navidad, es el tiempo oportuno para decidirse a ser más buenos con los demás, sobre todo hacia los que no lo son con nosotros. Sólo viviendo más la caridad, y verdaderamente la compasión, renunciando a nuestros oportunismos, llegaremos también a la gruta de Belén. La Estrella de Jesús aparecerá en el horizonte de nuestra existencia y la iluminará. En efecto, quien busca con todo el corazón la verdad del amor, antes o después, se encontrará ante el Niño y su Madre. Este camino hacia la cuna de Belén, en el fondo, inicia con nuestra concepción. En el vientre materno se encuentra la primera cuna del amor, el primer contacto que, como criaturas todavía inconcientes, tenemos con el amor de Dios, que ha creado la vida como un don. En el vientre materno festejamos, en un sentido, la primera Navidad de nuestra existencia, nuestro primer nacimiento a la vida.
Cuando luego, acompañados sobre todo por el amor y la fe de nuestros padres, llegamos a encontrar al Señor Jesús y a María su Madre, en el misterio de la gran Navidad, entonces es como encontrar de nuevo ese primer vientre, ese primer abrazo de amor, pero a diferencia de aquél, éste es verdaderamente “nuevo” y “eterno”.
Que también esta Navidad pueda renovar en nosotros la alegría de pertenecer para siempre a Dios, con el asombro de sabernos cuidados en la palma de su mano, como justamente nos asegura Jesús: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre” (Jn 10, 27-30). (Agencia Fides 19/12/2007; líneas 56, palabras 900)
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